Nuestras Plumas
Por: Michel Chaín (*)
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A diferencia del resto de la semana en la que, ya sea por temas laborales o simplemente por “pata de perro”, casi no estoy en mi casa, los domingos suelo dedicarlos a dormir hasta tarde, si es temporada de NFL ver los juegos de futbol americano o, en su defecto, películas y series o, en un plan mucho más lúdico y recreativo, a leer; de hecho, tan no me gusta salir los domingos que la gente que me es más cercana, están acostumbrados a que, en lugar de decirles domingos, me refiera a ellos como “dormingos”.
Con esos antecedentes, no es de sorprender que la idea de salir de la cama, renunciar a mi bata, tener que vestirme, salir a la calle, soportar el calor que azota al centro del país y hacer cola por un tiempo indeterminado, sólo para realizar lo que algunas personas consideran como un “trámite” no es algo que, en principio, me emocione hacer y, sin embargo, no hay manera de que este domingo 2 de junio deje de ir a votar.
De hecho, me resulta tanto incomprensible como inaceptable que haya mexicanas y mexicanos que no lo hagan y, tanto en lo público como en lo privado, soy el típico intenso que se pone a discutir sobre la importancia del voto, a la menor provocación.
Por principio de cuentas, lo hago porque la prerrogativa de elegir a nuestros gobernantes, que en el México de principios del siglo XXI ya es algo “normal”, desde una perspectiva histórica es un arreglo sumamente novedoso, pues, en los cerca de 200,000 años que tenemos de existir como especie, únicamente en los últimos 248 apostamos por las democracias-liberales y la historia de su consolidación se escribió con litros y litros de sangre. En este sentido, tenemos fortuna de vivir en el brevísimo 0.124 % de la historia humana en la que se puede votar para elegir a nuestros gobernantes. ¡Hay que aprovechar, votar y elegir!
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Aún mejor, y de manera de verdad excepcional en esos 200,000 años de historia humana, somos de los poquísimos sapiens que podemos quitarle el Poder a los malos gobernantes sin necesidad de derramar sangre, pelear guerras civiles o tener que cortarle la cabeza a alguien. Si nuestros gobernantes no cumplen con lo que prometieron a cambio de nuestro voto, en las democracias-liberales basta con esperar a la siguiente elección para, con algo tan sencillo como votar por otra alternativa, sacarlos del Gobierno.
Asimismo, estoy convencido de que una de las virtudes de las democracias liberales fue que las mujeres y hombres dejáramos de ser miembros anónimos de una masa indistinguible y sin voz propia, en la que éramos permanentemente abusados de manera discrecional por los gobernantes, a la que le llaman “pueblo”; en cambio, en los regímenes democráticos liberales, nos pudimos reconocer como ciudadanos, todos con identidad, individualidad, filias y fobias propias, pero con los mismos derechos (comenzando por la protección que el “Estado de Derecho” nos da contra eventuales amenazas o abusos, así provengan de otros individuos o del Gobierno) y también obligaciones. Dada la trascendencia nuestra ciudadanía, una segunda razón para votar es hacerlo porque el voto es, al mismo tiempo, un derecho esencial de las democracias y una obligación a la que, por solidaridad y hasta por identidad nacional y regional con el resto de nuestros pares ciudadanos, estamos sujetos.
En tercer lugar, porque la democracia liberal es un arreglo institucional que sé reconocerse como imperfecto, pero que, gracias a la competencia político-electoral a su interior, está sujeto a un mecanismo de mejora continua. Al tener que competir por el voto de los ciudadanos, los diferentes grupos políticos buscan ofrecer mejoras al Gobierno para ganarse el voto ciudadano y, tal como sucede en los mercados competitivos, la generación constante de propuestas de mejora termina por alcanzar su “velocidad de crucero” y detonar diferentes “olas” de mejoras, tanto para lo político como para la administración pública que, desde la perspectiva de la ciudadana, toma la forma de más y mejores servicios públicos, políticas públicas mejor diseñadas para atender sus necesidades, menores costos de transacción y, en general, mejores niveles de vida.
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Tan es importante para las democracias electorales tanto la competencia como la mejora continua, así como evitar que un grupo político se eternice en el Poder y anquilose al Gobierno, que desde la Ilustración se ha buscado perfeccionar las diferentes versiones de estados nacionales que dividen en tres poderes independientes entre sí (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), lo que fuera el poder absoluto del que gozaron las monarquías. En este sentido, si una democracia liberal no logra mantener su división de poderes y alguien concentra suficiente poder como para anular la capacidad del resto de los ciudadanos para elegir a sus gobernantes, los individuos dejan de tener derechos y libertades plenas, por lo que su estatus como ciudadanos queda en entredicho; la pérdida de su identidad ciudadana termina por trascender a la sociedad en su conjunto la cual, privada de una ciudadanía plena y ya sin división de poderes, sufre de una regresión autoritaria a un esquema de gobernar despótico, al que muchas veces se le denomina como “tiranía”.
Finalmente, defiendo el salir a votar porque detesto que alguien más decida por mí, sobre todo si es para temas que considero importantes. En este sentido, no ir a votar, anular el voto o, dependiendo del contexto específico de una determinada elección, renunciar a emitir un “voto útil” y optar por una opción que no va a incidir en los arreglos políticos o de gobierno, es no asumir nuestra responsabilidad como ciudadanas o ciudadanos y, de manera indulgente, dejar que alguien más usufructué con nuestros derechos y ciudadanía.
Sobra decir qué, si de por sí me choca que alguien más decida por mí, en una elección como la que se vive en México este 2 de junio, en la que tendremos que decidir entre la opción de defender las instituciones y contrapesos democráticos que, como país, hemos construido desde 1997; y la opción de desmontar esas mismas instituciones y contrapesos para, en su lugar, concentrar el poder político y la capacidad de definir la narrativa de nuestra realidad nacional en la Presidencia de la República, no hay manera de que no vote.
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