corcho
Corcho

Carlos Borbua

El Universal

Recién me he percatado, querido lector, que en todos estos años de conversaciones vínicas nunca he abordado uno de los temas que más me apasionan. ¡Sí! Me refiero al corcho natural y su influencia en el vino. 

El guardián del vino

Hace apenas 10 años, el futuro del corcho parecía incierto. Productores, enólogos y entusiastas del vino aún recordaban aquel periodo de producción de corcho de menor calidad, ese que desencadenó la mayor crisis de su industria en la década de 1980 y que destacaba sus aspectos más negativos: porosidad excesiva, fisuras que resultaban en filtraciones y la presencia recurrente de tricloroanisol (TCA), compuesto volátil que confiere el olor y sabor a corcho. 

Sin embargo, la evolución del mercado del vino (menor volumen, mayor calidad) y las grandes inversiones tecnológicas para mejorar su producción, han dado al corcho lo que pareciera ser un “segundo aire”, impulsado igual y curiosamente por su papel en la conservación ambiental de muchas regiones de Europa y el norte de África.

Foto: Pixabay

Extraído de la corteza del alcornoque mediterráneo (Quercus suber), ha sido la opción preferida para cerrar el vino desde el inicio de la Europa Moderna, gracias a sus propiedades impermeables, elásticas y compresibles. No solo ganó fama por su habilidad para taponar, sino también porque su composición natural permite la penetración de una cantidad mínima de oxígeno después de su embotellar.

Un corcho natural típico permite el paso de cerca de un miligramo de oxígeno por año al interior de la botella, sumando al proceso de afinamiento del fermentado. ¡Exactamente! Beneficia a productos que requieren tiempo en botella para alcanzar la plenitud, más no necesariamente a aquellos que salen al mercado listos para beberse. En estos últimos, la taparrosca tiene ventajas.

El proceso de obtención de cada tapón es fascinante. Hace algunos años visité el Montado, paisaje cultural del sur de Portugal inscrito en la lista tentativa del Patrimonio Mundial de la UNESCO y ecosistema del cual surge casi el 55 por ciento del corcho mundial. Cada árbol de alcornoque debe tener al menos 25 años antes de su primer corte y es hasta su tercera extracción, realizada en intervalos de nueve años entre la primera y segunda, que la corteza tiene la calidad suficiente. Imagínelo, en un vino embotellado del 2021 uno puede hallar un tapón extraído de un árbol con 100 o 150 años. 

Corcho
Foto: Pixabay

Para preservar la integridad de cada árbol, la corteza se retira manualmente con hacha y cuña. Los 40 a 60 kilos de materia útil extraídos de cada uno, reposan seis meses al aire libre para estabilizarse y ganar humedad.

Si bien el riesgo de contener TCA siempre estará latente –estudios aseguran que entre el 1 y 3 por ciento del corcho mundial está contaminado–, muchos productores han desarrollado minuciosos procesos para garantizar su inocuidad: remojo en soluciones desinfectantes, lavados con vapor y hasta inyección de aire en cada pieza, para identificar fisuras.

La realidad es que la producción de corcho para la industria vitivinícola asegura la preservación y plantación de bosques y áreas protegidas en el Mediterráneo.  Los alcornoques nunca se cortan, son defendidos por más de 100 mil personas dedicadas a la extracción de su corteza. Hay que cerrar resaltando que el aluminio usado en las taparroscas requiere grandes cantidades de energía para su fabricación así como para el plástico, reciclable pero difícilmente biodegradable.

Origen: Corcho y vino: relación simbiótica

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