Guadalupe
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Hugo D’acosta  Natalia Badan

El País

Una de nosotros lleva la vida entera en el Valle de Guadalupe, el otro, casi. Si los sumamos, los años de una y del otro superan holgadamente el centenar. Por eso no creemos que vaya a contrariar a nadie, ni que admita mayor controversia decir que hablamos con alguna experiencia, o incluso cierta legitimidad, sobre este lugar tan querido nuestro.

A pesar de que durante largos, muy largos años peleamos por él, el Valle con que soñamos hace más de tres décadas dejó ya de ser posible. Aquel era un valle netamente agrícola, con una oportunidad histórica para explorar el potencial de su terruño, único y privilegiado, mediante el cultivo de vides y la elaboración de vinos de extraordinaria calidad. Era un Valle que formaría parte de la diversidad patrimonial de nuestro país: ahí, junto a sus monumentos, sus alimentos; sus ciudades, playas y selvas; ahí estarían también nuestro Valle y sus vinos.

Lo de hoy es otra cosa. Es una forma bien particular de la desazón de ver los esfuerzos de una vida anulados, en un pispás, por voluntad del mandamás en turno y de quienes tuvieron con qué granjeárselo; especialmente aciago es ver nuestros esfuerzos desembocar nuevamente en la consabida cosa: punchis punchis y luces de neón; eventos masivos y fraccionamientos residenciales que brotan aquí, ahí y allá también. Otro paraíso nacional colonizado con las mismas nulidades, las mismas naderías y falta de imaginación que, juntas, ejercen una presión inaguantable sobre la belleza del lugar, su sustentabilidad, y su futuro.

¿Toca hacernos con resignación a la idea de que esto se acabó? A lo hecho pecho, escribió Unamuno, “que no hay peor que el remordimiento sin enmienda”. Tenemos la impresión, sin embargo, de que hay mexicanos y mexicanas que reconocerán, un poco o mucho, más y menos, su propia circunstancia en este trance que acabamos de describir: el crecimiento desordenado de sus barrios y ciudades; el ruido abusivo de los vecinos; la pérdida y fractura del paisaje. Con ellas y ellos, desde nuestra pequeña trinchera, preferimos decir basta.

¿Y qué hacer? Casi tan numerosos como los años que hemos dejado en este Valle han sido nuestros errores, el primero de ellos acaso nuestra impaciencia con aquella y aquel que no pensara como nosotros. Llevamos a nuestra zaga toda suerte de movilizaciones, decretos, legislación y conferencias en que quisimos expresar nuestra visión para Guadalupe. No hemos sido exitosos. Y hoy el Valle está a punto de perderse. Por eso nos dirigimos a nuestros más improbables interlocutores —desarrolladores inmobiliarios, anteros, y demás bisneros—, con la esperanza de que quizá podamos empezar a entendernos. Aquí va, pues, en corto y apuradito:

El valor de Guadalupe está en su agricultura. Lo vieron antes que nosotros los misioneros, a quienes la viña “les agarró” con notable buena fortuna en esta pequeña franja “mediterránea”; lo identificaron también, en 1980, la organización vitivinícola más importante del mundo, la OIV, y su Congrès Mondial de la Vigne et du Vin, que se celebró en Baja California (en unos meses vuelve el Congreso de la OIV a Ensenada; encontrará mucha menos viña). Lo identificaron los rusos molokanes a principios de siglo XX; las casas de Cetto y Domecq; lo identificaron un pequeño grupo de vitivinicultores a finales de la década de los ochenta y el aluvión de productores que vino después. Lo han ratificado desde entonces innúmeros académicos; un Programa Sectorial de Desarrollo Urbano; un Reglamento Oficial de Zonificación y Usos de Suelo; un Programa Ambiental Estratégico (PROFEPA)… En fin, lo ya dicho: el valor de este Valle está en su evidente vocación agrícola.

Hoy es un valle también turístico —¡qué remedio!, nuestra parte tuvimos en ello—, y crece aceleradísimamente. Nuestro turismo y crecimiento tienen que respetar y promover los cultivos, los paisajes, la cultura y el quehacer vitivinícolas; acercarnos a la vocación del Valle, no alejarnos. ¿Qué interés, amigas y amigos, en alojarse, comer, o aun bailar en Guadalupe, si no hay viñedos, si no hay vino?

Y las cosas, tal como están ahora, no solo no nos acercan a la vitivinicultura, sino que activamente operan en su perjuicio. No lo decimos solamente nosotros: según el Instituto Metropolitano de Investigación y Planeación, de continuar la urbanización y el crecimiento actuales, de 5.445 hectáreas de superficie agrícola que hubo en 2017, quedará menos de la mitad en el año 2027, y en 2037 no quedará una sola de esas hectáreas cultivables.

La discusión es compleja y enredada, pero hay un primer paso, bien evidente: reconocer el valor del Valle de Guadalupe, que es agrícola.

Ayúdense ayudando a la vitivinicultura.

Origen: Se acaba el Valle de Guadalupe

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