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Claro y Conciso

Alberto Castelazo Alcalá

@Castelazoa

El presidente Andrés Manuel López Obrador regresó la mañana del sábado pasado a Palacio Nacional, después de haber permanecido la noche en el Hospital Central Militar, donde le practicaron un cateterismo para confirmar el buen funcionamiento de las arterias coronarias y el corazón.

Afortunadamente, el procedimiento no encontró mayor problema en la salud del mandatario. Sin embargo, el comunicado nocturno de la Secretaría de Gobernación, que daba cuenta de su ingreso en el hospital, sorprendió a muchos mexicanos. Aunque quizá no tanto como el anuncio posterior que hizo el propio tabasqueño de que tiene un “testamento político” listo para “asegurar la gobernabilidad” del país, en caso de que él llegara a faltar.

Esto es, textualmente, lo que dijo en un mensaje grabado en su despacho y subido en sus redes sociales al mediodía del sábado:

“Quiero también decirles que tengo un testamento político. No puedo gobernar un país en un proceso de transformación, no puedo actuar con responsabilidad, además, con estos antecedentes del infarto, la hipertensión, y mi trabajo, que es intenso, sin tener en cuenta la posibilidad de una pérdida de mi vida. ¿Cómo queda el país? Tiene que garantizarse la gobernabilidad. Entonces, tengo un testamento para eso”.

¿De dónde saca entonces López Obrador que él puede “heredar” con un “testamento” la Presidencia en caso de ausencia definitiva? Según el derecho familiar, el documento testamentario “es el acto por el cual una persona llamada testador o autor de la herencia expresa libremente su voluntad de disponer de sus bienes, derechos y obligaciones, y los designa a determinadas personas para después de su muerte”; luego entonces solamente se puede heredar aquello de lo que se es dueño en el caso de los bienes materiales, y en el caso de obligaciones y derechos, sólo pueden transferirse cuando se refieren a actividades privadas ya sea profesionales o legales.

Un cargo de elección popular, como es la Presidencia de la República, ni es un bien material de propiedad privada, ni es un derecho o una obligación contractual; quien ocupa la titularidad del Poder Ejecutivo lo hace por mandato del pueblo y de la mayoría de votantes que lo elige y está en el cargo sólo para servir por un periodo constitucionalmente establecido. No es el dueño de la Presidencia y mucho menos del Poder ni de la soberanía popular y, si no puede decidir qué sucede en su ausencia, porque eso ya lo dicta la misma Constitución que un presidente jura “cumplir y hacer cumplir”, mucho menos puede “heredar” o “testamentar” un cargo y un poder que no le pertenecen.

Y aun cuando los defensores del presidente y del oficialismo saldrán a decir que él solo habló de un “testamento político” en sentido metafórico o referente a su movimiento y no al cargo que ejerce, vale la pena hacer la precisión porque no parece ni casual ni un desliz, tratándose de un político como López Obrador, que hable de heredar el poder o el cargo a quien él lo decida, por encima de lo que diga la Constitución. El uso que López Obrador da a las palabras en ese mensaje habla de una concepción completamente patrimonialista del poder, en donde a él, como líder supremo de su movimiento, no sólo le corresponde elegir a un sucesor para cuando termine su presidencia –como hicieron por décadas los presidentes de la era priista— sino que también se cree con el derecho de decir quién debe ser el presidente sustituto si él llega a morir o quedar incapacitado para terminar el sexenio.

La Constitución no prevé que los legisladores abran un “testamento político” y, con base en la decisión de quien lo redactó, hagan el nombramiento.

Hace casi 90 años que México no ha tenido que echar a andar el mecanismo constitucional para suplir la falta absoluta del presidente. La última vez fue en septiembre de 1932, cuando el Congreso designó a Abelardo L. Rodríguez en sustitución del renunciante Pascual Ortiz Rubio.

Y únicamente tres veces en casi dos siglos de historia republicana del país esto ha ocurrido por la muerte del mandatario en funciones. La primera fue en 1836, cuando murió, enfermo de peste pútrida, el presidente interino Miguel Barragán. La segunda, en 1872, cuando falleció Benito Juárez. Y la tercera, en 1920, cuando fue asesinado Venustiano Carranza.

Porque además de inconstitucional, la voluntad presidencial de nombrar “heredero” si él llega a faltar ni siquiera es realista, porque la Constitución habla claramente de una mayoría de “dos terceras partes” de los miembros del Congreso para elegir a un presidente sustituto que termine el periodo de gobierno en caso de ausencia definitiva del presidente dentro de los últimos cuatro años de su mandato. Y hoy ni López Obrador ni Morena tienen esa mayoría calificada ni en el Senado ni en la Cámara de Diputados, así que su “testamento político” sería letra muerta al menos en la sustitución presidencial.

Parece extravagancia de la política mexicana, pero no.

El testamento político aparece en distintos momentos de la historia universal como un recurso para asegurar un legado o trascender en el tiempo, de cierta manera es un boleto de viaje a la inmortalidad.

Pero vamos por partes y echemos una ojeada a los testamentos políticos atribuidos a Hitler, Lenin, Franco, Perón, López de Santa Anna y Hugo Chávez.

1. El testamento privado de Adolfo Hitler fue firmado dos días antes de su suicidio -el 29 de abril de 1945-, y éste se refiere no solo al destino de algunas de sus propiedades como su colección de arte, también hace un balance de su proyecto político y se dice dispuesto a perder la vida por lo que cree. Pero también propuso el reemplazo de su gabinete, nombró a Karlk Dönitz al frente del Estado alemán, el mismo que luego ordenó firmar la rendición de Alemania. Hitler nombró además a Joseph Goebbels, canciller y a Martin Bormann (su albacea) ministro de partido; en fin renovó toda la cartera burocrática antes de quitarse la vida.

2. Otro interesante documento es el testamento político de Lenin, redactado un año antes de su fallecimiento, en el que propuso cambios profundos en la estructura de los órganos rectores soviéticos, entre otros, la remoción de lósif Stalin como secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética. Algo le sabía. Pero Lenin fue relegado, Stalin monopolizó el poder, aunque curiosamente se esforzó en aparecer como discípulo privilegiado de Lenin.

3. Un mes antes de morir, Francisco Franco escribió de su puño y letra un mensaje póstumo en el que pide perdón a todos y perdona a sus enemigos. El dictador se aseguró de incluir el nombre, en letras mayúsculas, de su sucesor y pidió que los derechos dinásticos y la jefatura de la Casa Real fueran transmitidos a Juan Carlos de Borbón como nuevo rey de España. El dedazo español, qué tal.

4. En la última etapa de su vida, Juan Domingo Perón retoma las riendas -por tercera ocasión- de un país sumido en el caos. Perón propuso construir un Modelo Argentino enfocado en conseguir un acuerdo entre Estado, trabajadores y empresarios para discutir la distribución del ingreso, tema que 48 años después sigue pendiente.

Del brazo del coronel Vicente Damasso, su vicepresidente, el impulsor del justicialismo nacional, social y cristiano, pasó sus últimos años afinando el Modelo Argentino que se convirtió en un librito publicado el 8 de enero de 1976, mismo que no pasó de ser un compendio de ideas, sin pena ni gloria, no más.

5. Los serios problemas de salud de Hugo Chávez favorecieron a Nicolás Maduro para quedar al frente del gobierno en Venezuela.

Unos días después de que Chávez confirmara por televisión su decisión de que Maduro asumiera la presidencia venezolana, el ex canciller leyó el Plan de la Patria, testamento político de Hugo Chávez, cuyo fondo era la continuidad del chavismo y el control del gobierno militar en la persona de Maduro.

6. Del dictador vitalicio, Antonio López de Santa Anna se conocen varios testamentos (tres) pero ninguno de orden político. Eso sí, antes de su renuncia y exilio a Colombia, emitió un decreto para crear un triunvirato, si fuera necesario, para hacerse cargo del gobierno. Dicen que la desvergüenza de su Alteza Serenísima llegó a su máximo nivel cuando anunció que dejaría en un sobre lacrado el nombre de su sucesor.

Como dato curioso López de Santa Anna fue tan osado que se sometió a un plebiscito para determinar si seguía o no en la presidencia, esto el 1 de diciembre de 1854. Y qué cree, el resultado fue 435 mil 530 votos a favor de que continuara y 4 mil 075 en contra. Aunque usted no lo crea.

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